lunes, 11 de enero de 2010

Cortina Roja


Es un lugar minúsculo. Apenas treinta metros cuadrados, quizá menos. A la izquierda de la entrada hay dos pequeños cubículos que pretenden hacerse pasar por la cocina y el baño, un prodigio de la fontanería que hace de cualquier movimiento una operación planificada. En la pared derecha solo hay un pequeño ventanuco, forzando el cuello puedo ver una avenida burbujeante de tráfico. El centro de la estancia lo ocupa una gran mesa, atestada de papeles, libros, cosas… prolegómenos de un futuro Síndrome de Diógenes. Tengo un viejo portátil algo sucio y demasiado fatigado, y montones de anotaciones que olvido al instante. Unas sillas, un sillón de tela morada, y algo que en su día fue un sofá. Justo al fondo de la pieza, a la derecha, hay una cama, lugar donde leo, escribo e incluso como. Frente a ella un ventanal, fuente de luz principal de la buhardilla. Se asoma a una anodina galería, rayos de sol oblicuos, panoplia de uralitas y ropas tendidas que nadie recoge. Abajo, en el segundo piso, hay otro ventanal semejante, su interior lo vela una cortina roja, por la noche siempre hay una luz encendida… Jamás he podido saber qué hay tras ella.

Y me imagino escenas en las que ella participa… al anochecer. Ávidos snobs de traje y corbata que con las piernas cruzadas y un Martini en la mano la miran, la observan, la escrutan con detalle, pero con esa indolencia de la vida ahíta y el tedio… y ella les muestra su cuerpo desnudo como si fuera una Susana ante los viejos… viejos que no la obligan, sino que es ella la que obliga… O como si fuera una novia desnudada por nueve solteros, por nueve moldes málicos inexpresivos y vacíos, que ocupan un lugar preciso en una máquina de deseo que sólo ella –sólo ella- es capaz de poner en funcionamiento. Y todo ello ocurre al caer la noche, cuando la luz arranca esos destellos rojos de la cortina que yo… espío sabiendo que ella está allí, sabiendo que ella sabe que miro con impaciencia las sombras que se mueven tras la cortina.

Y quizá ella se cubra el rostro con una máscara, ocultándoles a ellos su expresión de desencanto y fastidio, o mostrando una mueca horrible y desencajada, que ellos contemplan con morbosa atracción… y quizá velando para mí su verdadero rostro… aunque ella sabe, también como yo, que soy incapaz de traspasar con mi mirada esa Cortina Roja, sabe, tan bien como yo, que miro intentando imaginar qué hace ella… imaginando escenas que apenas adivino en las sombras que la luz deja ver

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