jueves, 16 de julio de 2009

El amor. La vejez. La muerte.

La Casa ofrece a sus clientes, en su totalidad hombres ya ancianos, un particular servicio: la posibilidad de dormir toda una noche con una joven. No piden más, pasar toda una noche junto a un joven cuerpo desnudo, tocándolo apenas, rozándolo, aspirando su olor, algo que ya, muchos de ellos, tienen vedado.

“No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido”

A Eguchi le han hablado de ello, lo cierto es que no es tan anciano, sesenta y siete años, y es la primera vez que acude, duda al principio, pero la señora de la Casa le asegura que todo será de su agrado.

Eguchi se desliza en el lecho junto a la joven desnuda y profundamente dormida, no sabe qué hacer, se dice que quizá hubiese sido mejor no haber venido. La toca, la mueve, quizá esté drogada. Se siente viejo, gastado, y el cuerpo de la joven no hace más que acentuar esa sensación, le han dado unas píldoras para dormir. Examina en silencio a la chica, toca sus labios, su pelo, su pecho…, y a Eguchi le asaltan los recuerdos, recuerdos de toda una vida, recuerdos que pretendía ya olvidados, las mujeres a las que amó, las que le amaron, pedazos rotos de su vida que se esfuerza por recomponer, mientras, en penumbra, mira a la joven.

“Eguchi hubiera querido irse, de haber sido posible”

Eguchi volvió, varias veces, como atraído por aquello que mas temiera, atraído por esa belleza juvenil, por esa cercanía, que por primera vez en mucho tiempo, puede oler, tocar…, mudos testigos de su dialogo interior, atraído también por esa presencia carnal y al mismo tiempo ausente, ese sueño profundo, metáfora de la misma muerte que siente próxima… Recuerdos que se agolpan en su interior, como queriendo salir antes de que sea demasiado tarde, mientras él desenreda el cabello de una joven durmiente, pasa su vieja mano por su vientre, por sus muslos, por su pecho…

“La piel, cuyo vello no podía ver, desprendía un tenue resplandor. No había una sola peca en el rostro y en cuello. Ya había olvidado la pesadilla, y le recorrió una oleada de afecto por la muchacha y también la sensación infantil de que era amado por ella.”

El relato de Kawabata acaba de manera brusca, inesperada, y también dramática, como se acaba un sueño al despertar, convirtiendo en una ruina de miseria aquello que con tanta meticulosidad y precisión se ha ido construyendo, deteniéndose en el detalle, en ese gesto, a penas imperceptible, y que sin embargo, sabe necesario. La belleza, y la muerte.

Yasunari Kawabata. La Casa de las Bellas Durmientes

martes, 14 de julio de 2009

Inmortales

“Nada diferencia los recuerdos de los momentos habituales. Solo más tarde se dan a conocer cuando muestran sus cicatrices”

Chris Maker. La Jetée 1962.

Pero creer que el tiempo da lugar a cicatrices sea acaso una ilusión, salvo que creamos que el tiempo sea un remedo de nuestro deseo.

A menudo me he preguntado qué diferencia existe entre el recuerdo de un hecho vivido y una ensoñación; entre la memoria y el deseo. Siempre he creído que el tiempo acaba fijando como cicatrices, como dice el narrador de La Jetée, aquello que ocurrió y que forma parte de nuestra memoria; sin embargo me he sorprendido al descubrir lo paciente que puede ser la propia memoria al tejer falsos recuerdos, me asombra la minuciosa tarea que despliega nuestra voluntad cuando se empeña en hilar, a partir quizá de las fibras de lo ya vivido, recuerdos ficticios que no responden sino a las demandas de nuestro deseo; y que no dudamos en hacer pasar por que ha sido.

El recuerdo y el deseo del recuerdo pueden ser indistinguibles. Solo el tiempo es capaz de diferenciarlos. La memoria y la identidad parecen animadas por esa afilada flecha del tiempo.

Somos inmortales. Inmortales de la nada, pero inmortales.


Dominique A. Immortels