martes, 16 de febrero de 2010

Beth


Beth siempre me dijo que yo no llegaría a ser jamás un gran artista –o un artista a secas-, que debería haber sido lógico o jugador de ajedrez, o político (more Maquiavelo, supongo)… cualquier otra cosa. Decía que padecía una especie de “Síndrome de Aspeger” camuflado, que, citando a mi admirado Pascal, carecía completamente de “espíritu de fineza”. Probablemente tenía razón. Jamás creí en el “arte” emocional y humano, el único arte que busqué fue una especie de arte maquinal y lógico, un arte absurdo propio de alguien con un “espíritu de geómetra”, totalmente desprovisto de alma, quizá por eso –por esa incapacidad- me interesaron siempre esos intentos de deconstruir el arte, esa desacralización humorística que propusieron gente como Duchamp, o Jarry en literatura: un pirronismo subversivo e iconoclasta. Fue mi particular venganza, un dadá de nuevo cuño: Segis, el dadaísta geómetra. Absurdo.

Pascal contraponía ambos espíritus, o más bien los complementaba; el espíritu del geómetra y el espíritu de fineza. El geómetra razona, piensa en base a principios claros y abstractos, usa la lógica y establece deducciones, pero se olvida de la fineza. El espíritu fino siente, vive la vida y la saborea con ese sentimiento capaz de “ver” las cosas, y emitir no razonamientos, sino juicios, pero se olvida de la geometría. Y así, los unos andan perdidos en el mundo de los hombres y los otros en el de las ideas; unos son capaces de prescindir del tiempo, otros saben apreciar el valor de cada instante; unos infalibles pero fríos, los otros falibles pero sutiles. Para Pascal eran igualmente monstruosos los dos espíritus aislados, sin fineza los geómetras son incapaces de entender las cuestiones de la vida, y sin geometría los finos se pierden y ofuscan en el error. El ideal es la perfecta combinación, espíritu y juicio, geometría y fineza; y entonces es cuando se produce la pirueta pascaliana: el filósofo es el fino geómetra, porque burlarse de la filosofía es verdaderamente filosofar.

Pero era precisamente Beth quien me acusaba de no tener espíritu de fineza, ella y yo, dos geómetras. Ella era arquitecto, y yo un diletante. Yo le decía que hacía el amor con ella geométricamente pero que la veía con fineza, “tú no has tenido fineza en tu vida”, me contestaba, “dedícate al ajedrez, o a la lógica como Jean. Quizá sea eso lo que me gusta de ti, pero no te emociones”. Le proyectó la casa de la playa a Jean, en Normandía, un conjunto de tres cubos perfectamente armónicos sobre un acantilado, y jamás quiso divorciarse de su marido, un abogado parisino que se la trajo de Chicago cuando terminó no sé que “master” de management. Tampoco era algo que me importase demasiado, éramos geómetras, aunque yo quería hacerme pasar por espíritu fino, evidentemente acababa pareciendo una caricatura. Yo pretendía que ella fuera algo así como… La Maga, aquel personaje de Rayuela que andaba por París, pero claro, ni Beth era La Maga ni yo Oliveira, y ni mucho menos poseía yo un kibutz de deseo donde desaparecer. Siempre dejaba que hablara yo, en mi horrísono inglés, sobre Fischer, sobre Duchamp, sobre Platón, sobre geometría proyectiva, sobre urbanismo utópico… sobre tanta tontería. Acabábamos siempre en la cama, en mi exiguo apartamento de París junto a la Cortina Roja, o en algún hotel, rodeados de parejas de mediana edad que buscaban un punto y seguido en sus vidas matrimoniales, haciéndolo entre jadeos, sin decir nada, concentrados; follando geométricamente, en eso si que éramos buenos. Si alguna vez mi relación con Beth tuvo algo que ver con Rayuela, habría que buscarla en los capítulos prescindibles, en alguno corto de Morelli que diera lugar a un posible desarrollo posterior: modelo para armar. De esos que uno se suele saltar cuando relee a Cortázar… se lo suele saltar, a veces.

Aquel tema de Bill Evans nos gustaba a ambos, cada uno fijaba en él sus recuerdos, sus pérdidas… jamás nos contamos qué significado tenía para cada uno de nosotros, cómo habríamos podido, éramos geómetras. Es la versión de Blue in Green que grabó Bill Evans con su trío. Recuerdo haberla escuchado junto a ella, en silencio, acostados en la cama, o sentados; observando el contorno de su cuerpo desnudo, iluminado por una débil bombilla… En algún hotel de París, de sábanas limpias y muebles anodinos.


No hay comentarios: