lunes, 21 de septiembre de 2009

Jayyam

“Si estás ebrio permanece en tu gozo

Si besas a una novia prolonga ese instante

Y si el destino de la vida es la nada,

Supón que no existes y goza a su lado”

(Omar Jayyam, Ruibaiyyat, 107)

Quién fue Omar Jayyam. Aún hoy es difícil contestar a esa pregunta. Su vida está impregnada de leyenda, nos quedan sus obras, poéticas y matemáticas, y nos queda la constancia de que un milagro pudo darse en un ambiente de fanatismo religioso y oscurantismo.

Sabemos que nació a mediados del siglo XI en Nishapur, Persia. Sabemos que fue poeta y matemático, sabemos que reformó el calendario por orden del Sha Malik. Sabemos que fue el autor del Ruibaiyyat; de un “Álgebra” y unos “Comentarios a los Elementos de Euclides”. Sabemos que fue un epicúreo y uno de los más grandes matemáticos medievales. Sabemos todo eso, pero realmente no sabemos nada. Fue un heterodoxo, un iconoclasta, un amante del placer y del conocimiento, un borracho de la vida y del saber:

“Me dicen que habrá, que hay incluso un infierno.

No hay manera de llegar a creerlo.

Si a ebrios y enamorados los esperase ese infierno

Vacío estaría el paraíso, como mi mano”

(Ruibaiyyat, 131)


Una historia:

Tres estudiantes hicieron un pacto: se juraron amistad eterna, y el primero en alcanzar una posición prominente ayudaría a los dos restantes. ¿Quiénes eran los tres amigos? Omar Jayyam, Nizam al-Mulk –el futuro visir de Alp Arslan- y Hassan Sabbah –el Viejo de la Montaña, el líder de la secta de los Asesinos-. Fue Nizam el que llegó más alto, visir del sultán Alp, y quiso cumplir su promesa retribuyendo a sus dos amigos. Jayyam no pidió nada, tan solo aspiraba a retozar con alguna mujer, beber vino, escribir poesía y ensimismarse con el álgebra, así que recibió una renta vitalicia que le permitió llevar la vida que deseaba. Hassan aspiraba a más y merced a la ayuda de Nizam llegó a ser visir de Malik (nieto de Arslan). Hassan era chií ismailí así que comenzó a conspirar contra el sultán, opuesto a su fe, Nizam descubrió la conjura y lo expulsó de la corte. Refugiado en la fortaleza de Alamut, con una secta de fanáticos seguidores Hassan se vengó de Nizam: uno de sus acólitos mató al sultán, y posteriormente otro mató al propio Nizam.

Epicúreo, descreído en materia religiosa, amante del vino, las mujeres; se le ha catalogado como un poeta del gozo y los placeres. Puede ser, pero leyendo a Jayyam, no podemos dejar de apreciar una cierta amargura en el placer. La consecución del placer es para Jayyam algo perentorio, un antídoto no del todo eficaz frente a la muerte. Más que un amor a la vida hay en Jayyam una conjura contra la destrucción que íntimamente sabe inútil.

“Bebe vino antes de que tu nombre desaparezca.

Cuando ese néctar te inunde narcotizarás tu tristeza.

Deshaz bucle a bucle los cabellos de una diosa

Antes de que deshagan tus articulaciones los gusanos”

(Ruibaiyyat, 18).

Beber para olvidar, amar para olvidar, vivir para olvidar; para olvidar a la muerte que presta viene. Rápido, gocemos antes de que sea tarde. No es un canto al placer sereno, es un canto a lo efímero.

“Disfruta de tus horas. El aliento te dejará en tu día.

Te perderás bajo el misterio de la nada

Bebe: no sabes de dónde has venido.

Bebe: no sabes a dónde irás”

(Ruibaiyyat, 22).

El tiempo… el tiempo es el mal, la gran broma en la que quedamos encerrados, una ficción de la cual no hemos sabido salir:

“Ven. No anticipemos el dolor del mañana.

Gocemos juntos este presente fugitivo,

Porque muy pronto seguiremos el mismo rumbo

Que aquellos que partieron hace más de mil años”

(Ruibaiyyat, 77).

¿Es así? ¿Es siempre la felicidad algo efímero? No lo sé. ¿Venenos de nuevo? Probablemente. Pero yo corro, antes de que me alcance la decrepitud y la destrucción. Una carrera inútil que pierdo cada día, y en la que me afano.

“Soy indigno del infierno y del paraíso.

Dios sabrá con que tierra me habrá modelado.

Soy hereje como un derviche; feo como una hetaria

Carezco de religión y de esperanza del cielo”

(Ruibaiyyat, 86)

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