miércoles, 1 de abril de 2009

Trípode


La habría conocido de todas formas, era la esposa de Degrenville.

Es difícil saber ahora qué fue lo primero que me encaprichó de ella, su diseños audaces, o su versatilidad y facilidad para mantener relaciones paralelas sin molestarse lo más mínimo. Degrenville, Robledo, Mutt, y claro, yo. Siempre mantenía relaciones a dos: su marido y alguien más, la sepia acartonada y funcionarial de Degrenville suele resultar bastante aburrida, pero se aferraba a él incapaz de divorciarse. No era el dinero lo que se lo impedía, ganaba lo suficiente como proyectista de cottages de diseño vanguardista para ociosos millonarios como para preocuparse por el dinero.

En un principio no pasó de un escarceo ocasional al que accedió sin darle demasiada importancia, pero pocas semanas después fue ella quien me llamó. Así iba a ser en lo sucesivo, ella llamaba, y yo generalmente accedía.

En las primeras ocasiones lo hacíamos en los moteles cercanos a la ciudad. Una cama grande, la moqueta vieja y recién aspirada, una mesilla de noche con las normas del motel, un mueble con un televisor, un armario con algunas perchas de alambre, el impoluto baño con olor a desinfectante, una cinta adhesiva cubriendo la taza, los vasos precintados en pequeñas bolsas de plástico… nada más. Ese era el escueto espacio que acotaba nuestros intermitentes e intensos encuentros. A veces permanecía en silencio intentando escuchar los ruidos que se producían en las habitaciones contiguas, entre el agradable susurro que producía el tráfico de la autopista. O me quedaba mirando la pared tumbado en la cama, intentando descubrir imperfecciones que no existían, quizá también, intentado encontrar respuestas a preguntas que ella sin embargo no se planteaba.

Fui yo quien le propuso ir a aquel sitio. No lo conocía, fue Mutt quien me habló del lugar, a ella pareció divertirle la idea. Sobre todo recuerdo la enorme cortina roja que había en la habitación, una pesada cortina que destacaba como un elemento extraño e incongruente entre aquellos muebles. Nunca sabías con quién te ibas a encontrar, o cuanta gente podía haber allí. En ocasiones la perdía entre la multitud, otras, en cambio permanecía pegada a mí, expectante… y curiosa. Empezamos a ir con cierta regularidad.

Un día me llamó y me dijo que nuestro particular acuerdo se había terminado, no me dio más explicaciones pero ya desde el comienzo fijamos ciertas reglas, y esta era una de ellas. Pensé que había encontrado a alguna otra persona, o que quizá le estaban empezando a aburrir nuestros ya previsibles encuentros, a pesar de la habitación de la cortina roja. Intenté no darle demasiada importancia. La seguí viendo, era inevitable.

Al cabo de un tiempo me decidí a hacerlo. No fue fácil, pero la influencia de Mutt consiguió que conmigo hicieran una excepción. Sabía que el recuerdo me torturaba, por eso acudí.

No me costó encontrarla. Allí estaba, en la habitación de la cortina roja. A su lado había una persona, era fácil reconocer en su acompañante la actitud indolente y pedante de Degrenville pagado de sí mismo, como quien exhibe un coche nuevo. Estaba sentado a su lado, con las piernas cruzadas y con un Martini en la mano, y sin embargo creo que era ella, allí, desnuda en medio de toda esa gente desconocida quién le exhibía a él. Como quizá hizo conmigo. No lo sé.

No he vuelto a ir.

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